Los nombres de Dios - Jehova Mekkodishkem
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Los nombres de Dios – Jehova Mekkodishkem

Esta serie ha abordado los distintos nombres de Dios:

Jehová: “Yo soy el que soy”.
Adonay: nuestro Señor, dueño de nuestra vida y dueño de todo.
Elohim: el Creador de todas las cosas.
Jehová Jireh: el Dios que provee aun antes de que exista la necesidad.
Jehová Shalom: Jehová nuestra paz.
Jehová Elyón: el Altísimo, quien juzga sobre todo y sobre todos.
El Shaddai: el Todopoderoso.
Jehová Rafa: nuestro sanador.

En esta ocasión meditamos sobre un nombre menos conocido, pero profundamente significativo: Jehová Mekkodishkem, que significa “El Señor que nos santifica”. Comprendemos que Dios nos recibe tal como somos y nos ama demasiado como para dejarnos igual. Dios nos transforma en la imagen de Cristo mediante la introducción de un proceso continuo de santificación.

Y llegamos a un nombre Jehová Mekkodishkem, que es Jehová aquel que me santifica, que me aparta, que es Santo. Mekkodishkem (viene de la palabra o raíz Kadosh= Ruah Kados: El espíritu de Santificación) quiere decir “El Dios que nos santifica”, el Dios que nos aparta con un propósito.

La santificación significa que Dios nos aparta del pecado y nos acerca a la persona de Jesús y a sus promesas.

La santificación es el proceso por el cual Dios nos transforma desde adentro. Él nos rescata del pecado, pero no nos deja donde estábamos: nos limpia, nos perdona y nos acerca a Jesús. Además de salvarnos, nos entrega un propósito. Si dependiera solo de nuestras fuerzas, jamás podríamos cambiar; pero el Espíritu Santo es quien comienza y sostiene esa obra en nosotros.

La salvación no se puede ganar ni pagar. No tenemos méritos suficientes —para que nadie se gloríe, es por gracia—. Cristo lo hizo todo en la cruz. Cuando Él nos salva, entonces inicia en nosotros un proceso de transformación para que cada día nos parezcamos más a Él. Eso es santificación.

Génesis 12:1–3 Reina Valera 1960 (RVR1960) nos dice lo siguiente acerca del llamado de Dios a Abram:

“Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”

El Señor le prometió a Abraham que haría de él una gran nación. Y para que exista una nación se necesitan cuatro elementos: un pueblo, un territorio, un gobierno y una cultura.

De una pareja estéril surgieron generaciones, y la Biblia nos muestra que, de manera sobrenatural, Dios le dio un hijo: Isaac, el hijo de la promesa. A través de esas generaciones, el Señor comenzó a desarrollar Su propósito. De allí nace José, a quien Dios levantó como gobernante.

De un pueblo sin ejército, Dios formó conquistadores capaces de derribar murallas imposibles, como las de Jericó. Él les entregó un territorio, una identidad y una manera de vivir.

El diseño original de Dios para Israel era una teocracia: un gobierno distinto a todos los demás, donde Él fuera el centro. El liderazgo recayó sobre la élite sacerdotal, quienes debían entrar al tabernáculo y preguntar: “Señor, ¿qué hacemos? ¿Cuál es tu plan? ¿Cuál es tu diseño?” El Señor comunicaba su voluntad mediante las leyes entregadas a los sacerdotes, estableciendo así un gobierno conforme a Su propósito.

Sin embargo, llegó el momento en que el pueblo pidió un rey. Dios les concedió a Saúl; pero incluso antes de eso, Él ya estaba preparando el linaje del rey conforme a Su corazón: David —un ejemplo más de que Jehová provee antes de que exista la necesidad.

Así, Dios le dio a Israel un pueblo, un territorio sobrenatural, un gobierno distinto al de todas las naciones y una cultura propia. Por eso estableció libros como Levítico, Números y Deuteronomio: ellos formaban la estructura cultural que debía reflejar quién es Dios—santo, justo, bueno y poderoso. 

Éxodo 31:13 (NTV) nos dice:

“Después el Señor le dio a Moisés las siguientes instrucciones: «Diles a los israelitas: “Asegúrense de guardar mi día de descanso, porque el día de descanso es una señal del pacto entre ustedes y yo de generación en generación. Se ha establecido para que sepan que yo soy el Señor, quien los hace santos.” 

Ahí aparece el nombre: Jehová Mekkodishkem, el Dios que nos santifica.

Santificar significa “apartarnos”. Dios nos separa de lo que nos destruye para llevarnos a lo que nos da vida. Dios nos hace distintos, no para que nos creamos superiores, sino para que vivamos libres.

Éxodo 31:18 Nueva Traducción Viviente (NTV) dice lo siguiente:

“Cuando el Señor terminó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas de piedra grabadas con las condiciones del pacto, escritas por el dedo de Dios”.

El Señor también habló del Shabbat, de apartar el séptimo día. En Génesis 2:2–3 (NTV) leemos que Dios descansó:

“Cuando llegó el séptimo día, Dios ya había terminado su obra de creación, y descansó de toda su labor. Dios bendijo el séptimo día y lo declaró santo, porque ese fue el día en que descansó de toda su obra de creación”.

Dios no descansó porque estuviera cansado, sino para enseñarnos que necesitamos detenernos, respirar, descansar y recordar quién es Él. Cuando vivimos corriendo todos los días, nuestro corazón se llena de ansiedad y fácilmente nos olvidamos de Dios.

El propósito del Shabbat no es solo descanso físico, sino también un “reset espiritual”. Es volver nuestra mirada a Él, agradecer, confiar y permitir que Su paz renueve nuestro interior.

El mundo nos drena; Dios nos restaura.

Dios transforma la cultura de nuestra vida en tres pasos: gracia, información y obediencia, mediante el proceso de Metanoia (μετάνοια), que significa un cambio de mente”.

– GRACIA: Dios nunca nos pide cambiar antes de mostrarnos Su gracia. No transformamos nuestra vida por esfuerzo humano; el único que puede hacerlo es el Espíritu de Dios. Él primero nos rescata, nos abraza y nos revela quién es Jesús. Las personas no cambian por regaños ni presión externa; cambian cuando tienen un encuentro real con el Espíritu Santo.

– INFORMACIÓN: Después de mostrarnos Su gracia, Dios nos enseña Sus caminos. Así como sacó a Israel de Egipto y luego les enseñó cómo vivir como personas libres, también nos instruye a nosotros para que aprendamos a vivir de una manera que conduce a la vida y no a la destrucción. 

– OBEDIENCIA: La información sin obediencia no produce transformación. Pero cuando empezamos a obedecer, el Espíritu Santo comienza a liberar nuestro corazón de todo aquello que nos ata.

Salvación vs. Santificación

– La salvación nos saca del mundo; la santificación saca el mundo de dentro de nosotros.

– La salvación es inmediata; la santificación es un proceso.

– La salvación cambia nuestra eternidad; la santificación cambia nuestro carácter.

– La salvación es por fe; la santificación se evidencia en nuestras obras. (La fe nos salva; las obras evidencian que esa fe es real, porque la fe sin obras está muerta.)

– La salvación quita la condena del pecado; la santificación nos da poder para luchar y vencer el pecado en el camino.

– La salvación revela Su gracia y Su amor; la santificación revela Su disciplina y Su amor.

Por eso, cuando Dios nos corrige, también nos ama. La disciplina de Dios no es castigo, es protección Hebreos 12:6 (RVR160) nos dice: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”.

El Señor no quiere que sigamos caminando hacia cosas que van a herirnos. Dios no quiere que juguemos con lo que nos puede destruir. Dios nos santifica porque nos ama demasiado como para dejarnos seguir cayendo.

2 Corintios 3:18 (RVR1960) “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”

La meta del cristianismo no es que seamos nuestra “mejor versión”; es que seamos más como Cristo. La pregunta final es: ¿cómo es Cristo? ¿Quién es Cristo? 

Hay teólogos que enseñan que todos los atributos de Dios se relacionan con Su atributo más predominante: Su santidad. Dios es justo, pero es el Dios Santo que es Justo; es amoroso, pero Amoroso y Santo; es Fiel y Santo; es Bueno y Santo.

En otras palabras, todos los atributos de Dios se expresan a través de Su santidad.

Y Jesús desea que nosotros también seamos santos como Él es Santo; que entremos en el proceso de santificación porque así es Su carácter y nos llama a reflejarlo.

Apocalipsis 4:8–11 (NTV) nos dice:

“Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir.  Y siempre que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, 10 los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo:  Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas”.

Un día, todos los que hemos recibido a Jesús estaremos ante Él. Los serafines, los ancianos y la iglesia redimida lo adorarán. Allí no habrá dolor, ni culpa, ni pecado. Allí culminará el proceso de santificación que hoy apenas comienza en nuestra vida.

Mientras tanto, en la tierra vivimos preparándonos para ese día. Cada vez que adoramos, cada vez que escuchamos Su voz, cada vez que decidimos obedecer y cada vez que dejamos que el Espíritu Santo nos transforme, caminamos hacia la eternidad que nos espera.

Hoy hablamos especialmente a quienes aún no conocen a Jesús:

Dios te ama tal como eres, pero te ama demasiado como para dejarte igual.

Jesús no vino a darnos una religión; vino a darnos vida: una vida nueva, libre, transformada y con propósito. Una vida donde Dios mismo nos toma de la mano y nos aparta del dolor, de la culpa, del pecado, de la confusión y de la soledad.

Él quiere: santificarnos, limpiarnos, darnos un nuevo comienzo, hacernos parte de Su pueblo, Su familia y Su propósito.

Si hoy abrimos nuestro corazón, podemos comenzar ese camino. Jesús nos está llamando. No importa cómo llegamos, nuestro pasado ni lo que carguemos; Dios quiere hacer una obra hermosa en nuestra vida.

Y un día, nos uniremos a ese canto eterno: «Santo, santo, santo eres, Señor Dios Todopoderoso. Digno eres Tú…”

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