Los nombres de Dios - Jehovah Raffa
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Los nombres de Dios – Jehovah Raffa

Este mensaje se titula Jehová Raffa, cuyo significado es sanador de multitudes. Este atributo y nombre del Señor se mencionan únicamente en Éxodo 15:26. Para entrar en contexto, es necesario recordar que Dios liberó a Israel de su cautiverio en Egipto. Él envió las plagas al ángel de la muerte a acabar con la vida del hijo del faraón. Finalmente, el faraón se rindió y acordó dejar ir al pueblo, pero después de que salieron hacia el desierto, el faraón se arrepintió y los persiguió una vez más.

En ese momento, Dios realizó uno de los milagros más impresionantes: Moisés se paró frente al Mar Rojo, las aguas se abrieron, los israelitas pasaron y el mar volvió a cerrarse. Solo habían pasado tres días desde aquel acontecimiento cuando Israel se dirigió hacia el monte Sinaí, donde Moisés se encontró con el Señor. Durante el trayecto, tuvieron sed porque llevaban días sin tomar agua; entonces comenzaron a reclamarle a Dios, diciendo que estaban mejor en Egipto.

Luego, el pueblo llegó a Mara, donde las aguas eran amargas. A través de Moisés, Dios hizo un milagro: él tomó un árbol, lo lanzó en esas aguas, se volvieron dulces y el pueblo pudo beber. Después, el Señor dijo: «Yo soy Jehová tu sanador (Raffa. A partir de este momento, el término Raffa no vuelve a aparecer en la Biblia, pero los teólogos lo consideran una revelación progresiva o doctrina implícita porque el concepto de Dios sanador se desarrolla a través de toda la Palabra. 

Esto lo podemos ver en el Antiguo Testamento, en el cual encontramos muchos versículos que hablan de un Dios sanador. Dos ejemplos claros son Salmos 103:3 Reina Valera 1960 (RVR1960): «Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias», y Jeremías 30:17 (RVR1960): «Mas yo haré venir sanidad para ti, y sanaré tus heridas, dice Jehová». De igual forma sucede con varias historias bíblicas que relatan desde el Antiguo Testamento cómo el Señor se revelaba como sanador. 

Por ejemplo, Dios sanó a Ana, la madre de Samuel. También restauró a Naamán, un hombre sirio que no era judío, pero que recibió sanidad por parte del Señor. Él se sumergió siete veces en el Jordán y en la última salió libre de lepra. Dios incluso sanó a Moisés, quien se había contaminado con lepra, y así sucesivamente. Pero no podemos hablar de Jehová Raffa, el sanador, sin hablar de Jesucristo. 

El profeta Isaías, setecientos años antes de que Jesús naciera, profetizó esto: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados» (Isaías 53:5, RVR1960). De acuerdo con un teólogo anónimo: “cada día, de todas las formas posibles, Jesús mostró ser Jehová Raffa hecho carne”.

Asimismo, en Mateo 8:16-17 (RVR1960) dice: «echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias». Jesús llegó a erradicar la enfermedad de la región norte de Israel. Las personas se acercaban y Él los sanó a todos, no solo a unos pocos. 

Según este versículo, sanó a todo aquel que se acercaba a Él; multitudes acudían y todos eran sanados. Tanto fue así que comenzaron a decir que, en Galilea, una tierra olvidada, había un sanador, y personas de todo Israel fueron a Galilea en busca de Él. La Biblia dice que incluso del otro lado del Jordán, en Siria, gentiles que desconocían la profecía del Mesías venían a buscarlo porque sanaba. 

Además, una de las muchas pruebas de que Jesús es el único Dios y camino es que su imagen aparece en todas las religiones. Todas, hasta cierto punto, lo mencionan: el islam, el hinduismo, el budismo y las sectas. Pero en la Biblia no encontramos a Buda, a Krishna, a Mahoma ni a ningún ser divino. Esto demuestra que el mensaje del Señor fue tan poderoso que alcanzó lugares muy lejanos. 

Entonces, ¿significa que ellos tienen la verdad? No, no la tienen; simplemente escucharon el rumor de que había un sanador en Israel, un hombre que realizaba proezas increíbles. No significa que tengan salvación, porque solo la recibe quien cree en Cristo, no en muchos dioses. Aun así, resulta impresionante cómo esto llegó a los oídos de tantas personas en el mundo antiguo, cuando no existían medios para difundir el mensaje. Este se transmitía de boca en boca, hasta que llegaba lejos. 

Por otra parte, en uno de los templos más importantes del budismo en Asia existe una imagen llamada Bodhisattva, que refleja al Jesús que llegó a sus oídos; ellos lo llaman “el sanador del sufrimiento humano”. En el islam, lo reconocen como profeta y sanador “con permiso de Allah”. Sin embargo, Jesús no necesitaba el permiso de nadie para sanar, y mucho menos de Allah. 

De igual forma, en el budismo lo llaman Sadhu. En la Nueva Era, religión que muchas personas practican hoy en día sin conocer qué es, se le denomina maestro salvador universal”. La fe Bahá’í, que actualmente tiene gran influencia, cuenta con un libro titulado Contestación a unas Preguntas.

El capítulo 34 dice: “Los milagros de Jesús eran verdaderos, pero su mayor poder fue el de sanar las almas enfermas, abrir los ojos de los ciegos espirituales y dar vida a los muertos del espíritu”. 

Cabe mencionar que, aunque esa no es la Palabra del Señor, podemos ver cómo la veracidad de la Biblia es tan increíble que su mensaje llegó a todas esas personas. Jesús demostró ser Jehová Raffa hecho carne, realizando miles de sanidades. Al finalizar el evangelio de Juan, se nos recuerda que Jesús hizo muchas otras cosas que no fueron escritas, porque no se lograron registrar todas. 

Sin embargo, de todas esas sanidades, hay una que puede transformar nuestra vida, no por lo que Jesús hizo —porque Él es el mismo ayer, hoy y siempre—, sino por la actitud de quien recibió la sanidad. Mateo 8:1-2 (RVR1960) dice: «Cuando descendió Jesús del monte, le seguía mucha gente. Y he aquí vino un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme».

En ese momento, Jesús acababa de dar el Sermón del Monte (Mateo 5), uno de los mensajes más importantes. Para la mayoría de los teólogos, estas palabras son las más completas, perfectas y profundas que dijo en su ministerio. Al terminar, lo seguían muchas personas; algunos venían a escuchar su mensaje, mientras que otros buscaban un milagro. Esto no debe juzgarse, ya que tener una enfermedad en tiempos antiguos era un asunto sumamente serio. 

Nosotros no lo entendemos porque vivimos en tiempos donde la medicina está muy avanzada; pero en épocas antiguas, la más mínima enfermedad podía ser mortal. Las personas vivían a merced de las enfermedades, y hubo plagas que arrasaron con pueblos enteros. Por eso, que Jesús sanara en ese tiempo no era algo menor, significaba todo para las personas, y aún más para los más pobres. 

De hecho, la Biblia registra varias enfermedades: tumores, carcinomas, atrofia muscular y polio. Sordera por heridas o infecciones en los oídos y ceguera por el sol, las tormentas de arena o por enfermedades de transmisión sexual como la gonorrea. También había edemas, personas mudas, disentería, epilepsia, parálisis y enfermedades intestinales. 

Posiblemente muchas personas padecían cáncer, aunque en esa época no lo conocían con ese nombre. También había hemorragias y sangrados continuos, como en el caso de la mujer que tocó el manto del Señor. Había infecciones por estreptococos, pestes transmitidas por ratas, úlceras, abscesos y otras enfermedades de la piel. Pero la peor era la enfermedad de Hansen: la lepra. 

Esta se originó en Egipto, y cuando los judíos salieron de ahí, se la llevaron consigo. El capítulo 13 de Levítico menciona que había instrucciones que el sacerdote debía seguir cuando alguien presentaba lepra. Esta no aparecía de repente; primero aparecía una mancha blanca en alguna parte del cuerpo que, con el tiempo, se iba agrandando. La persona acudía al sacerdote, quien, sin saber de medicina, observaba la evolución de la mancha y colocaba a la persona en una habitación durante siete días. 

Probablemente, esos eran los peores siete días en la vida de esa persona, sin saber si tenía lepra o no. Al pasar el tiempo, la sacaban, la examinaban y evaluaban si la mancha persistía. Si continuaba o había crecido, ese era el peor diagnóstico. Cuando alguien tenía lepra, su vida cambiaba por completo: no volvería a ver a sus seres queridos y debía ir a una cueva junto al resto de leprosos.  Además, no volvería a sentarse a la mesa con sus amigos o familiares, ni a abrazar a nadie; ningún contacto físico sería posible.

Con el tiempo, al leproso se le despedazaba y caía la carne de la cara, quedaba ciego y sus oídos y nariz se caían. Al rascarse, en lugar de aliviar el ardor, terminaba arrancándose la piel, aumentando el dolor. Permanecería hinchado de por vida, con picazón en todo el cuerpo y heridas sangrantes que nunca sanarían. Y lo más doloroso de todo era que moriría solo. 

De hecho, hay arqueólogos que han encontrado cuerpos de leprosos que murieron de hambre, porque no tenían nada para comer y no podían salir. Si lo hacían, les gritaban “¡inmundos!” y los apedreaban para matarlos. Según el historiador romano Josefo, los leprosos eran tratados como hombres muertos. Un libro judío, El Talmud, habla de las 61 contaminaciones del judaísmo, siendo la primera un cuerpo muerto y la segunda un leproso; así que tener lepra era una condena de muerte.

Por esta razón, Dios compara la lepra con el pecado. Los teólogos lo llaman una inferencia teológica por la similitud entre ambos. Por ejemplo, en Levítico 13:14, la lepra se presenta como una impureza moral y espiritual, más que física. Asimismo, en Números 12, el Señor castiga a Miriam por su desobediencia y murmuración, castigándola con lepra. Pero Moisés oró por ella y Dios la sanó. 

Seguidamente, en 2 Reyes 5, vemos la historia de Naamán, un hombre sirio que fue sanado a través del profeta Eliseo. Él se lavó siete veces en el agua del Jordán, y al salir ya no tenía lepra, mostrando cómo su humillación y obediencia al seguir las instrucciones del profeta lo ayudaron a ser sano. Esta es una imagen de salvación, fe y obediencia, no basada en méritos propios, sino porque Dios quiso sanarlo. Igualmente, vemos este ejemplo en Lucas 4:27, cuando el Señor habló de esta sanidad. 

Luego, en 2 Crónicas, encontramos a Uzías, uno de los reyes más poderosos de Israel, quien se rebeló ante el Señor al entrar al Lugar Santo sin permiso. Debido a esto, se contaminó con lepra y murió. De manera similar, cuando vivimos en pecado, experimentamos remordimiento y culpa constante, tristeza profunda, la sensación de suciedad y el dolor que trae el pecado, el cual es similar a la lepra. 

Es así como quedamos ciegos como el leproso, porque dejamos de ver lo espiritual y solo vemos el mundo. Además, nos volvemos sordos porque no podemos escuchar la Palabra del Señor. Y cuando intentamos algo por nuestras propias fuerzas, como el leproso que se rasca para encontrar alivio, solo nos lastimamos aún más. Por eso, el Señor hace la comparación entre la lepra y el pecado. 

De igual manera, vivir en pecado es un cautiverio que nos conduce a la muerte, igual que la lepra. Así como el leproso en una cueva está ciego, atemorizado y hambriento, así se encuentra el hombre sin Dios. Es alguien que vive en pecado y llega al final de su vida ciego porque no puede ver lo espiritual; hambriento porque no tiene la Palabra del Señor, está solo y se quedará así por toda la eternidad. 

Volviendo a la historia, podemos apreciar lo increíble que es, tanto por cómo Dios usó a ese hombre como por la forma en que lo plasmó en la Palabra para dejarnos una gran lección. El Señor había terminado de predicar, las multitudes se acercaron, y entre ellas salió el leproso. La Biblia no dice si estaba cerca escuchando a Jesús; posiblemente estaba muy lejos porque él no podía acercarse. 

No sabemos qué pasó con él, tal vez fue el Espíritu de Dios quien lo tocó. Aun así, este hombre estaba arriesgando todo lo que tenía por acercarse a Jesús: su propia vida, la posibilidad de morir apedreado, que le gritaran “¡inmundo!”, que lo empujaran o golpearan… pero él sabía que debía llegar hasta Él. Por eso, salió entre la multitud, buscó al Señor y lo arriesgó todo. Quien conoce a Dios entiende que la necesidad de acercarse a Él lo vale todo. Vale la pena perder lo que sea, hasta la vida, con tal de llegar a Él. Por eso, nos desesperamos por alcanzar su paz y gozo; no importa lo que hayamos hecho, porque así se viene a la iglesia y así se sirve al Señor. 

Además, no solo arriesgó su vida, sino que cuando llegó frente a Jesús lo llamó Señor. Él sabía que Jesús, el sanador, no era cualquier hombre, por lo que no lo llamó rabí ni maestro, sino Señor. En griego, esta palabra se dice Kyrie y se usa como un título de divinidad. Él sabía que no estaba frente a un hombre común, sino ante el mismo Jehová Raffa, aquel que tiene el poder de sanar. 

Continuando, Kyrie significa Señor, amo, pero también soberano, es decir, alguien que puede hacer lo que quiera, cuando quiera y sin pedir permiso a nadie. Él sabía que estaba frente a Jehová Raffa, el sanador que sana según su voluntad. Tras decirle Señor, se postró, y no de cualquier manera, sino colocando su frente, rodillas y manos sobre el piso. La palabra en la versión original es proskuneo.

Cuando un rey era conquistado por otro, el rey vencido debía ponerse frente al otro e hincarse de esa misma manera. El rey conquistador tenía dos alternativas: perdonarlo o cortarle la cabeza, mientras que el otro rey no podía hacer nada. Era la posición de mayor humillación posible, sin siquiera ver al otro a la cara. Del mismo modo, para quienes han practicado artes marciales, esa es la peor posición frente a un enemigo: estar totalmente humillados. Y así se puso él frente al Dios Todopoderoso. 

A modo de comparación, Jesús era seguido por todo tipo de personas, incluidos los fariseos. Hay una historia que Él contó acerca de un fariseo y un publicano. Dos hombres subieron al templo durante la Pascua para adorar a Dios; uno de ellos era el fariseo. Este se colocaba frente a todos y levantaba sus manos para que lo vieran. Él oraba para sí mismo, dando gracias a Dios por ser un hombre bueno. 

Por otra parte, había un publicano, que no quería que nadie lo viera; sabía que era pecador y se iba a la esquina del templo. Él se inclinaba igual que el leproso: apoyaba su cabeza en el suelo, se golpeaba el pecho y decía que no era digno. Ni siquiera podía levantar la mirada. Jesús contó que uno de ellos bajó del templo y fue perdonado. Sin duda, fue aquel que hizo lo mismo que el leproso. 

Por un lado, estaban esos fariseos, atentos para encontrar algo incorrecto en la teología del Señor y viendo cómo podían acusarlo de crímenes que no había cometido. Por otro lado, estaba el leproso: lleno de llagas, inmundo a los ojos de los demás, pero hermoso para Dios. Porque Él no ve lo externo, sino el corazón. Él sabía que su corazón y entendimiento eran mayores a los de los que estaban ahí. 

Después de adoptar esa posición, totalmente humillado, dijo palabras muy diferentes a las que solemos usar en nuestras oraciones: Señor, si quieres puedes limpiarme. Él no le exigió nada a Jesús, no le reclamó ni le dijo: «¿y esto que te he pedido que no me ha pasado aún?» Tampoco lo retó ni dudó de su poder. No le dijo, «si es que puedes «, sino «si quieres», reconociendo que Él tenía todo el poder para sanarlo, pero a la vez permaneciendo fiel a la voluntad de Dios. 

Él no fue como esos que se acercaron a Jesús mientras estaba en la cruz, diciéndole, «si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz». Incluso un ladrón que estaba crucificado a su lado se lo dijo, sin comprender que Él estaba muriendo por ellos. ¿Podía Jesús hacerlo? ¡Claro! Él puede hacer lo que sea. ¿Acaso no calmó los mares y los vientos, sanó a miles y resucitó de los muertos?

Ese hombre leproso entendió más que muchos de nosotros, porque le dijo: “Si quieres, puedes sanarme”. Con esto estaba diciendo, “confío en tu voluntad, si tu plan es que viva el resto de mi vida enfermo, lo voy a hacer porque confío en ti». Jesús no nos debe nada; ya nos dio todo y no podría haber dado más. La Biblia dice que dio hasta su última gota de sangre, derramándose por nosotros. 

Qué diferente es cuando oramos pidiendo la voluntad del Señor. Cuando oramos, ¿le preguntamos esto?: «¿Esta es la persona que tienes para mi vida, o pedimos con capricho porque nos gusta? ¿Es tu voluntad este trabajo, que estudie esta carrera, los lugares que visito, lo que escucho, lo que permito que entre a mi mente, mis amigos? ¿Le preguntamos eso a Dios, o hacemos lo que queremos?

Podemos ver la actitud de un verdadero adorador al mirar a este leproso, quien nos deja una gran lección. Aun si Jesús no lo hubiera sanado, él lo hubiese adorado. Mateo 8:3 (RVR1960) dice: «Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció». 

Dependiendo del Dios en el que hayamos creído o que nos hayan presentado, podríamos pensar que es fatalista, que busca nuestro mal o que vive castigándonos. Pero la Palabra nos enseña que Jesús, Dios hecho hombre, a pesar de habernos dado todo, desea sanarnos, que sus hijos estén bien, seamos bienaventurados y vivamos bien. La Biblia no dice si él era pecador o no, pero vemos a un Dios misericordioso que dijo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció

Nosotros tocamos el mundo y nos contaminamos a través de lo que vemos en nuestro celular y redes sociales o incluso al relacionarnos con personas que no tienen al Señor. Todo a nuestro alrededor puede contaminarnos. Pero el Dios Todopoderoso, Jesucristo, cuando toca algo, transmite su santidad a lo que toca. Él nunca se contagió de lepra.

Volvamos a la imagen de este hombre en la posición de proskuneo, acostado y orando: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús respondió: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció. Imaginemos a ese hombre escuchando esa respuesta y sintiendo el toque de Dios. 

Sus ojos, que antes no veían, ahora sí podían ver. Posiblemente levantó la mirada y vio al Señor Todopoderoso frente a él, pudo ver su hermoso rostro. Al mismo tiempo, empezó a sentir cómo sus llagas cicatrizaban y sus oídos se regeneraban, porque la Biblia menciona que fue al instante. 

Sus manos, que posiblemente eran como garras, recobraron su forma normal. El ardor y la picazón que lo atormentaron por tantos años desaparecieron. Ese hombre debió haberse levantado lleno de gozo y corrido a su casa a abrazar a su esposa, a sus hijos y a todos aquellos que pensó que no volvería a ver nunca. Jehová Raffa estaba en Galilea; él había tenido un encuentro con el Dios que sana.

A diferencia de otras personas que Jesús sanó y les dijo: «Vete y no peques más«, a este hombre no le dijo eso, porque sabía que ya estaba experimentando la gracia salvadora de Jesucristo, la cual es más valiosa que cualquier sanidad. El evangelio no trata sobre los milagros, sino sobre el mensaje de Cristo. Pero en el camino hemos sido testigos de ellos, no solo en la Biblia, sino en esta iglesia.

Personas han sido sanadas de cáncer, enfermedades terminales, epilepsia… que el Señor ha sanado. La muerte llegará un día, pero no vivimos condenados a ella, porque hemos sido redimidos y hechos sanos. El mismo Dios que actuó en el Antiguo y Nuevo Testamento sigue obrando hoy. 

Para quienes están atravesando una enfermedad, creemos que, si es la voluntad del Señor, Él puede sanarlos hoy. Confiamos en Él y en su verdad, porque lo que la Biblia dice se ha cumplido y se cumplirá. Pero recordemos que eso no es lo que nos da la salvación, sino Jesucristo únicamente.

Hace algunos años, Dios sanó a un joven de la iglesia que padecía una enfermedad del corazón y le habían dicho que moriría a causa de ella. El doctor no podía creer lo que había pasado. Tiempo después, su hermano contrajo otra enfermedad, y el Señor también lo sanó. Ese joven oraba constantemente para que sus padres llegaran a conocer a Cristo. 

Un día, mientras orábamos por ellos, sus padres —quienes eran perseguidores de Cristo— dijeron: «No sé por qué, pero queremos abrir nuestra casa al Señor para que vengan y hagan grupos”. Pero aquel joven nunca regresó a la iglesia. Dios le concedió todo lo que deseaba, y aun así se apartó. 

El milagro no debe ser el centro de nuestra vida, sino Cristo, siempre primero.

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