Los nombres de Dios - El Shaddai
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Los nombres de Dios – El Shaddai

En la carrera de Publicidad existe un curso llamado Apreciación del Arte, uno de los más inspiradores para el estudiantado. Entre las obras analizadas, una de las que más causó impacto fue La Piedad de Miguel Ángel Buonarroti, creada por el artista cuando tenía apenas 23 años. Esculpida en mármol, esta pieza fue su primera gran obra maestra.

Durante las clases, el profesor destacaba la precisión con que Miguel Ángel representó los pliegues de la tela, la escala de las figuras y la delicadeza de los rasgos humanos. Sin embargo, en 1972 la escultura fue atacada, y la nariz de la Virgen María resultó dañada. Se dice que, tras este suceso, esta obra ya no es perfecta. 

El sentido de esta historia conduce a una reflexión profunda: ¿puede el ser humano crear algo verdaderamente perfecto? o, en un plano más íntimo, ¿podemos alcanzar la perfección nosotros mismos? Estas preguntas surgen al considerar que el nombre de Dios, Shaddai, está asociado precisamente con la idea de perfección absoluta.

Génesis 17:01 Reina Valera 1960 (RVR1960):

«Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto.»

El nombre del Señor se presenta junto a una orden: “Anda delante de mí y sé perfecto”. A esa edad, Abraham podría haber enfrentado limitaciones físicas propias de la vejez, como la dificultad para oír o moverse con agilidad. Sin embargo, fue precisamente en esa etapa cuando Dios se reveló como El Shaddai, el Todopoderoso, recordándole que no hay barrera ni edad que impida su obrar.

El nombre Shaddai “Dios Todopoderoso” expresa precisamente que nada lo limita, que todo lo puede y que su poder trasciende el tiempo, la edad y las circunstancias humanas.

A Abraham se le dijo que tendría una nación grande y él creyó y le fue contado por justicia.

La vida de Abraham estuvo marcada por pruebas y promesas. Durante muchos años enfrentó la limitación de no poder tener hijos con su esposa Saraí, lo que los llevó a tomar decisiones humanas ante una promesa divina que parecía imposible. Saraí, convencida de su esterilidad, ofreció a su sierva Agar para que tuviera un hijo con Abraham, y de esa unión nació Ismael. Sin embargo, esto provocó conflictos entre ambas mujeres, y Agar terminó alejándose. En medio de esa situación, Dios se le apareció y le aseguró que Ismael también sería bendecido y se convertiría en una gran nación.

Tiempo después, cuando Abraham tenía noventa y nueve años, Dios volvió a manifestarse y le reveló su nombre: El Shaddai, el Dios Todopoderoso. En ese encuentro, le ordenó: “Anda delante de mí y sé perfecto.” Fue entonces cuando el Señor cambió su nombre de Abram a Abraham, y el de su esposa de Saraí a Sara, sellando así un nuevo pacto. Dios le prometió que, a pesar de la edad de ambos, Sara tendría un hijo. Abraham se postró en tierra y rió, maravillado ante la promesa. Por eso, el niño recibió el nombre de Isaac, que significa “el que ríe”, recordando que para Dios nada es imposible.

A lo largo de la historia bíblica, se observa que cada vez que Dios iba a realizar algo extraordinario en la vida de una persona, le cambiaba el nombre. Así ocurrió con Abram, quien se convirtió en Abraham; Saraí, en Sara; Simón, en Pedro; Saulo, en Pablo; e incluso Jacob, que fue llamado Israel. Cada cambio de nombre representaba un nuevo propósito, una transformación interior y una confirmación del trato divino en sus vidas.

Del mismo modo, en Apocalipsis 2:17 Reina Valera 1960 (RVR1960): «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe.» Esta palabra nos recuerda que Dios continúa obrando en cada creyente, y que un día, en la eternidad, recibiremos ese nombre nuevo que reflejará nuestro propósito cumplido en Él. Aunque estemos en su presencia para siempre, el Señor seguirá transformándonos y revelando su obra perfecta en nosotros.

Al continuar con la historia, vemos que cuando Abraham escucha que Sara tendrá un hijo, su primera reacción es postrarse, reír y dudar. A pesar de haber escuchado la voz del Dios Todopoderoso, su razonamiento humano le llevó a mirar su edad avanzada y la esterilidad de su esposa, preguntándose cómo podría cumplirse una promesa tan imposible. Lo sorprendente es que esta reacción ocurre justo después de que Dios le ordena: “Anda delante de mí y sé perfecto”.

Este momento revela una profunda verdad sobre la naturaleza humana: incluso después de recibir una palabra de Dios, podemos dudar de su poder. Nos sucede igual hoy. El Señor nos promete cosas grandes —nos llama a vivir en santidad, en justicia, a confiar en su plan—, pero muchas veces fluctuamos entre la fe y la duda. Los jóvenes, por ejemplo, enfrentan el desafío de mantenerse puros hasta el matrimonio; otros dudan de su llamado o de la justicia divina en medio de un mundo injusto. Sin embargo, el nombre El Shaddai, el Dios que todo lo puede, nos recuerda que Él nos llama a la perfección, no porque seamos perfectos, sino porque Él lo es en nosotros.

Aun cuando Abraham dudó, Dios no le retiró su promesa. De igual manera, aunque nosotros fallamos, el Señor no revoca su amor ni su propósito. Su gracia permanece. Jesús ya realizó un solo sacrificio en la cruz, suficiente para limpiarnos y reconciliarnos con el Padre. Por eso, aunque el enemigo intente recordarnos nuestro pasado o nuestras caídas, nuestra confianza no depende de cuán buenos o justos seamos, sino de lo que Cristo hizo por nosotros y del Espíritu Santo que ahora habita en cada creyente.

La obediencia es algo que muchas veces nos incomoda. Dios acababa de revelar a Abraham un conjunto de promesas maravillosas, llenas de propósito y bendición; sin embargo, esas promesas estaban acompañadas de un mandato. El Señor estableció un pacto con él, y la señal visible de ese pacto sería la circuncisión.

Genesis 17:10-12 (RVR1960) “Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros. Y de edad de ocho días será circuncidado todo varón entre vosotros por vuestras generaciones; el nacido en casa, y el comprado por dinero a cualquier extranjero, que no fuere de tu linaje».

Podemos imaginar a Abraham reuniendo a su pueblo para contarles la nueva revelación que había recibido de parte de Dios. Probablemente, con emoción les diría: “Ya no me llamen Abram, ahora soy Abraham, y mi esposa ya no será Saraí, sino Sara. El Señor me ha prometido que seremos padres, que de nosotros nacerá una gran nación.” Es posible que sus palabras despertaran entusiasmo, esperanza y celebración entre la gente; tal vez algunos tocaron tambores o danzaron al escuchar tan grandes promesas.

Pero entonces Abraham comunica el mandato divino: “Todo varón debe ser circuncidado”. En ese instante, el ambiente cambió. Era una orden difícil de comprender, especialmente viniendo de un hombre de casi cien años. Se dice que eran alrededor de 400 a 500 hombres los que estaban bajo su liderazgo, todos llamados a someterse al mismo pacto. El procedimiento debía hacerse con cuchillos de piedra, sin anestesia ni alivio del dolor, lo que sin duda representaba un acto de valentía y fe.

Aun así, todos obedecieron ese mismo día. Abraham fue el primero en hacerlo, demostrando su total confianza en El Shaddai, el Dios Todopoderoso. Más allá del aspecto físico, la circuncisión simbolizaba la señal espiritual de pertenencia, la marca visible del pacto con Dios. Y lo más extraordinario es que, pese al sacrificio y la incomodidad, cada uno de ellos decidió creer y obedecer, porque comprendió que la obediencia es el sello más genuino de la fe.

Muchas veces llegamos a la iglesia y escuchamos el llamado a hablar de Dios en nuestros trabajos, en nuestras casas y en nuestro entorno, pero permanecemos inmóviles, sin accionar. El Señor nos llena de señales y oportunidades de adoración, recordándonos que la verdadera adoración no se limita a cantar, sino que también implica perdonar, predicar, amar a los hermanos, respetar a los líderes y congregarnos fielmente.

Dios prometió a Abraham lo más glorioso: Isaac, naciones y herencia, pero antes le pidió algo que demandaba obediencia en lo más incómodo. Así también puede suceder con nosotros: el Señor nos ha colmado de promesas, pero tal vez seguimos preguntándole por qué aún no se cumplen. La verdadera pregunta sería: ¿cómo ha sido mi comportamiento en obediencia?

Abraham tenía 99 años, y aun así, no postergó el mandato de Dios. No se fue a su tienda a pensarlo ni esperó una confirmación más; simplemente obedeció de inmediato, aun cuando el mandato era difícil y doloroso. El Señor fue claro con él, y sigue siendo claro con nosotros: si el Todopoderoso lo pide, aunque duela, hay que hacerlo. Porque la obediencia, aunque incomode o confronte nuestros impulsos humanos, es el camino que abre las puertas a las promesas más grandes de Dios.

La circuncisión física fue, para el pueblo de Israel, la señal visible del pacto antiguo entre Dios y su pueblo. Era una marca externa que confirmaba su identidad y compromiso con el Señor. Sin embargo, con la venida de Cristo Jesús, ese pacto fue transformado. Ahora, en su iglesia, la circuncisión ya no es del cuerpo, sino del corazón, y es realizada por el Espíritu Santo. En Colosenses 2:11 (RVR1960): «En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo.»

Hoy, esa circuncisión del corazón representa una vida rendida, purificada y apartada para Dios, donde la obediencia no depende de una marca visible, sino de un cambio real en lo más profundo del ser. Es la evidencia de que Cristo vive en nosotros y que su Espíritu continúa moldeando nuestro carácter para reflejar la perfección y santidad del Shaddai.

Hoy, al igual que el apóstol Pablo, seguimos enfrentando esa lucha interior descrita en sus palabras: “Quiero hacer lo bueno, pero hago lo malo”. Es una batalla constante, un sacrificio diario que se libra hora tras hora, minuto tras minuto, entre el deseo de agradar a Dios y la debilidad humana. Sin embargo, a diferencia del antiguo pacto, el Señor no nos pidió una circuncisión física, sino que Él mismo realizó una circuncisión espiritual en nuestro corazón.

¿Acaso sentimos el momento en que lo hizo? ¿Necesitamos anestesia? No. El Señor obró con ternura y amor, transformando nuestro interior sin dolor físico, pero con una profundidad eterna. Él abrió nuestro corazón, quitó lo que pertenecía a la vieja naturaleza y colocó en nosotros un corazón nuevo, sensible a su voz y guiado por su voluntad.

En ese acto de gracia, puso su mente y su Espíritu en nosotros, sellándonos con la promesa del Espíritu Santo. Esa es nuestra señal de pertenencia, la marca del nuevo pacto: un corazón renovado, sellado por el amor del Shaddai, que nos capacita cada día para vencer la lucha interna y vivir conforme a su propósito.

La Biblia no dice que Abraham fue perfecto; más bien, lo reconoce como el padre de la fe, un hombre que creyó a pesar de sus dudas y limitaciones. Sin embargo, la Escritura sí declara que hubo uno verdaderamente perfecto, y ese fue Jesucristo. Él recibió una promesa del Padre y no dudó jamás. Cumplió con total fidelidad su propósito: se entregó en la cruz, murió y resucitó al tercer día, otorgándonos salvación y vida eterna.

Jesús obedeció en todo; no falló en pensamiento, palabra ni obra. Vivió en completa santidad, siendo el ejemplo perfecto de lo que significa andar delante de Dios sin mancha. Él encarna la perfección que el ser humano por sí mismo no puede alcanzar, pero que recibe por gracia al creer en Él.

Y lo más glorioso es que Jesucristo es El Shaddai, el Dios Todopoderoso. Así lo declara Apocalipsis 1:8 (RVR1960): “Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso.” En Cristo encontramos el cumplimiento de toda promesa, la plenitud del poder divino y la manifestación perfecta del amor eterno de Dios.

Abraham obedeció con cuchillo y piedra, pero Jesucristo obedeció con clavos en la cruz. Abraham recibió una promesa y dudó, pero Jesús recibió una promesa y la cumplió en todo. Qué hermoso es pensar que El Shaddai se le apareció a Abraham justo cuando él creía que su vida había terminado, cuando su edad avanzada parecía el final de todo propósito.

Y al mirar nuestro presente, muchos hoy, con 20, 30 o 40 años, pensamos que ya no hay esperanza. Decimos: “No estudié lo suficiente, no hice lo que debía hacer, no cuidé mi salud, fracasé en mi relación o en mi matrimonio, tengo problemas en el trabajo, mis finanzas están destruidas…” Pero, al igual que Abraham, también nosotros hemos recibido promesas del Señor, y muchas veces dudamos si realmente se cumplirán.

Sin embargo, Dios siempre cumple, aunque no llegue en el momento que quisiéramos. Él no llega tarde; llega en el momento exacto. Puede que no nos restaure cuando lo esperamos, pero lo hará cuando su propósito esté listo para cumplirse. Como Abraham en el momento de la circuncisión, debemos obedecer, aunque duela, porque fue el Todopoderoso quien lo pidió, y en su voluntad siempre hay vida.

Y aquí surge una pregunta para meditar: ¿Qué hay en tu vida que amas, pero que te aleja del Señor?

A veces no hay urgencia en entregarlo al altar, y lo más doloroso es que no nos damos cuenta de que eso nos está deteniendo. El pecado nos ciega, nos hace creer que podemos avanzar, pero en realidad nos atrasa y nos roba la vida plena que Dios diseñó para nosotros.

El Espíritu Santo corta lo viejo y marca nuestra vida como parte del nuevo pacto. Esa es la verdadera circuncisión: la del corazón. Jesucristo es perfecto, en todo. Él es El Shaddai que vive en nosotros, obrando con poder para hacernos nuevos cada día.

Al meditar en este mensaje, pensaba en las promesas de Dios y en cómo Él puede actuar milagrosamente en nuestra vida: sacarnos de deudas imposibles, suplir carencias económicas o físicas, transformar un diagnóstico desfavorable o restaurar lo que parecía perdido. Sin embargo, al profundizar en la Palabra del Todopoderoso, comprendemos que Él ya nos ha llenado de muchas promesas.

El problema no está en Dios, sino en nosotros. No hemos tratado su nombre con respeto y honor, y nuestras actitudes de desinterés o de poca fe nos han paralizado. No actuamos con la urgencia que requiere cumplir sus mandatos, y muchas veces buscamos únicamente los milagros visibles, sin dedicarnos con disciplina y constancia a responder a su llamado a la perfección.

Somos un pueblo que anhela resultados, pero que olvida que las promesas de Dios siempre van acompañadas de obediencia y entrega total. La verdadera bendición llega cuando vivimos con un corazón dispuesto, dispuesto a honrar a El Shaddai en cada pensamiento, palabra y obra.

Ya no debemos poner excusas para reunirnos como iglesia, ni para congregarnos en los tiempos de oración en casa. Basta de perseguir solo el dinero, nuestros sueños personales o los beneficios que obtenemos, olvidando que nuestro Padre nos ha llamado a algo mucho más grande. Muchas veces estamos tan cegados por el pecado que no nos damos cuenta de que sus promesas siempre van acompañadas de obediencia.

El Señor se deleita cuando le seguimos con todo nuestro corazón. Dios se presentó a Abraham con un sacrificio incómodo y nos recuerda que la obediencia muchas veces no resulta agradable ni cómoda. Pero el placer y la satisfacción que provienen de obedecer son inigualables: es un gozo profundo en la vida, la certeza de que estamos caminando en la voluntad de Dios.

Es el gozo de decir: “Hoy no caí en pecado; hoy fui justo; hoy no actué con malicia; hoy dejé de quejarme de mis hermanos y de la iglesia; hoy decidí ser humilde y servir.” Esa es la recompensa que viene de vivir en obediencia, un gozo que supera cualquier placer momentáneo del mundo y nos acerca más a la perfección que Dios quiere para nosotros.

En 1 Pedro 1:16 (RVR1960): «porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo.»

Al inicio de la reunión planteamos la pregunta: ¿Podemos ser perfectos? ¿Podemos ser santos? La respuesta es sí, porque la Palabra lo afirma. Cuando el Espíritu de Dios habita en nosotros, hemos sido limpiados y podemos acercarnos confiados ante el Padre. Aunque a veces fallamos o nos equivocamos, Él sigue siendo misericordioso, porque su sacrificio en la cruz fue una vez y para siempre, lavándonos de todo pecado.

Esa es, sin duda, la promesa más increíble: tener el corazón sellado por el Espíritu Santo, transformado y dispuesto a menguar para ser más como Jesucristo. La invitación para hoy es clara: debemos hacer sacrificios, pero no para agradarnos a nosotros mismos, sino por obediencia, porque El Shaddai merece toda nuestra obediencia y todo nuestro honor.

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