El Ciclo del Perdón – Confesar
Ocultar nuestro pecado nos hace esclavos y no nos permite vivir con el gozo y la libertad que Dios nos ha llamado a tener. Nos obliga a cargar un peso que no nos corresponde. Existen posiblemente dos tipos de personas: aquellas que nunca hemos dicho a Jesús que sea el Señor y Salvador de nuestra vida, que nunca hemos ido delante de Dios y la cruz para recibirlo y ser libres no solo del pecado, sino también de la condenación de muerte sobre nuestras vidas; y quienes hemos aceptado a Jesús como Señor y Salvador, reconociéndolo como el Rey de nuestras vidas, pero seguimos acarreando pecado. Esto no nos quitará la salvación, pero nos impedirá tener una mejor relación con el Padre, con ese Dios que nos salvó.
La Biblia dice en 1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Entonces, si Él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad, ¿por qué no podemos acercarnos confiadamente a su trono, que no es de juicio sino de gracia y perdón? Nuestro orgullo y nuestras preocupaciones a menudo nos impiden acercarnos al Señor y decirle: “Esto es lo que traigo y cargo”. Dios conoce nuestro pecado, Él lo sabe, pero espera que nos acerquemos a confesar lo que nos agobia.
Hoy, la sociedad nos empuja a minimizar el pecado, a ponerle nombres sofisticados que suenan menos fuertes. Por ejemplo, una relación extramarital es adulterio y debemos llamarlo como tal, como lo dice la Palabra. El mundo nos enseña que hay pecados y “errorcillos”. La Biblia no nos muestra eso; nos indica que el pecado es transgredir lo que el Padre desea para nosotros, es separarnos de Él. No confesamos nuestros pecados por temor a que Dios nos castigue, porque no queremos ir al infierno, o porque creemos que el Señor es como nuestros padres que nos pegaban cuando confesábamos nuestras faltas. Dios no es así; Él quiere que confesemos nuestros pecados para tener una mejor relación de Padre e hijo. Jesús ya pagó en la cruz del Calvario, pero nos toca a nosotros confesar qué es lo que llevamos sobre nuestros hombros.
No pensemos en el pecado como algo gigantesco. La sociedad nos hace poner rangos a los pecados, pero esas pequeñas cosas que para nosotros son insignificantes son las que impiden que nuestra relación con Dios fluya como Él desea. Podemos decir que venimos todos los domingos a la iglesia y que asistimos a otros servicios adicionales, pero eso no es suficiente. Tenemos que ir delante del Señor, abrir nuestro corazón y exponer lo que hay en él, desde lo más pequeño que pueda haber en nuestra mente hasta lo que más nos culpe. El Padre necesita que confesemos lo que está ahí. Confesar nuestros pecados es una acción liberadora que solo podemos experimentar cuando comprendemos que la esclavitud de callarlos nos tiene atados y nos impide vivir una vida de libertad. El precio de callar nuestros pecados es vivir esclavos de algo que carcome nuestra mente y nos culpa todos los días. Es como un dolor crónico que ignoramos y no nos revisamos.
Confesar debe ser una acción en la que reconocemos que es más importante restaurar nuestra relación con Dios que lo que nuestra mente nos haga pensar al respecto. Cuando queremos disfrutar de las bendiciones y del gozo del Señor, no debe importarnos la vergüenza que el enemigo intenta poner en nuestro corazón sobre el pecado que hemos cometido, sea pequeño o grande. Debemos ver a Dios como la solución. Cuando vamos al Padre, Él no nos juzgará, sino que nos perdonará, pero necesita que confesemos lo que hay en nuestro corazón. La intención de este mensaje no es que nos sintamos como pecadores, sino entender que el Señor quiere restaurar y mejorar nuestra relación con Él, pero tenemos que quitar todo aquello que nos impide acercarnos más a Él.
Confesar nos trae libertad. Recordemos cuando conocimos a Dios, ese día en que Él tocó nuestra vida y decidimos correr a la cruz de Cristo. El día en que fuimos a Él sucios, cargando muchas situaciones, llorando delante de Él y le permitimos hacer su obra. Ese día en que no había vergüenza porque sabíamos que necesitábamos correr hacia el Padre. ¿Cuándo fue la última vez que corrimos al Señor para decirle todo eso que acarreamos y que no hemos mencionado que está dentro de nuestra vida? Esto debe ser un constante en nuestra vida, porque vivimos en nuestra carne que nos hace incidir en el pecado y debemos saber que eso nos aleja de Dios.
Proverbios 28:13 dice: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. No dice que alcanzaremos juicio, sino misericordia. El juicio nos lo imponemos nosotros mismos, somos los que nos castigamos solos. El Señor está esperando traer misericordia, pero necesita que no encubramos nuestro pecado. Debemos confesarlo y apartarnos de él. No podemos decirle a Dios que tenemos problemas con un pecado, pedirle perdón, terminar de orar e incurrir en ese pecado de nuevo. Debemos apartarnos del pecado. En ocasiones llevamos años con un problema, no avanzamos y sentimos que todo lo que hacemos sale mal. ¿No será que tenemos algún pecado que no hemos confesado delante del Padre? ¿Será que hay algo que nos acusa y no nos permite avanzar? Quien encubre su pecado jamás prospera, pero el que lo confiesa y lo deja encuentra el perdón del Señor. No es posible tener una comunión absoluta con el Padre si hay pecados que no hemos confesado.
A veces decimos que necesitamos tener una mejor relación con el Señor, queremos acercarnos más a Él, pero no podemos. Debemos quitar ese pecado que nos aparta de Él. Ese pecado puede estar relacionado con cosas pequeñas como ira, enojo, resentimiento hacia una persona, falta de perdón, o una “mentirita blanca” (aunque en Dios no existen “mentiritas blancas”, se llama mentira y es pecado). El Padre es santo, por lo tanto, debemos vivir en santidad. Cuando nos presentamos ante un Dios santo, debemos ir de la mejor manera, con nuestras mejores ropas, sin manchas de ninguna clase. La Biblia dice en Salmos 38:18: “Por tanto, confesaré mi maldad, y me contristaré por mi pecado”. Salmos 32:5 dice: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado”. Romanos 6:23 dice: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Jesucristo nos habla a nosotros, Romanos 8:9 dice: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. No somos controlados por nuestra naturaleza pecaminosa. Esta nos hace callar el pecado, pero el Espíritu se contrista y nos lleva a confesarlo.
En 1 Samuel se habla acerca de aquel gran hombre de Dios llamado David. El Señor lo escoge, lo unge como rey, era el cristiano modelo, pero pecó. En 2 Samuel se menciona su historia. Él comete el pecado de adulterio y se mete con la mujer de alguien más. David decide llamar al esposo de esa mujer, le dice que ha sido un soldado extraordinario y que le va a permitir pasar una noche con su esposa. El soldado sabía que no era lo correcto, tenía que estar en el campo de batalla. Esta primera manera de encubrir el pecado no le funcionó a David. Después, decide poner a ese hombre al frente del campo de batalla y este muere. Para tratar de ocultar su adulterio, David comete un asesinato y la paga del pecado es la muerte. El hijo que tuvo como resultado de ese adulterio murió.
Cuando tratamos de solventar las cosas a nuestra manera, sin ir delante de Dios, solo empeoramos la situación. Cuando tenemos pecado y cometemos errores, lo mejor es confesarlos. La Biblia dice que tuvo que llegar el profeta Natán a confrontar a David. Qué incómodo es ser confrontados, especialmente cuando sabemos que pudimos haber confesado algo. Cuando confesamos, encontramos misericordia. No esperemos a ser confrontados, confesemos delante del Señor para que la misericordia del Padre nos alcance.
Después de esta confrontación, David escribe Salmos 51:1-4: “Ten misericordia de mí, oh Dios, debido a tu amor inagotable; a causa de tu gran compasión, borra la mancha de mis pecados. Lávame de la culpa hasta que quede limpio y purifícame de mis pecados. Pues reconozco mis rebeliones; día y noche me persiguen. Contra ti y solo contra ti he pecado; he hecho lo que es malo ante tus ojos. Quedará demostrado que tienes razón en lo que dices y que tu juicio contra mí es justo”. David no confesó inicialmente y tuvo que enfrentar juicio, pero cuando confesamos no somos confrontados, sino que encontramos misericordia y perdón.
¿Queremos juicio o misericordia? ¿Qué queremos alcanzar? No depende del Padre el camino que tomemos, depende de nosotros. Si confesamos, obtendremos misericordia; si no lo hacemos, enfrentaremos juicio. El Señor es un Dios de amor y misericordia. Si nunca hemos recibido a Jesús como Señor y Salvador, Él está dispuesto a traernos perdón y misericordia, a perdonar nuestras transgresiones e iniquidades. Si ya lo hemos aceptado, es momento de confesar delante de Él, sin vergüenza ni orgullo, reconociendo quién es Él para nosotros. Como creyentes, cometeremos errores posiblemente todos los días, pero, así como cumplimos con tomar los medicamentos recetados por un doctor sin fallar, no debemos fallar en confesarle al Señor nuestros pecados.
En nuestra vida cristiana, aunque seamos hijos de Dios, a veces cargamos cosas que nos hacen la vida pesada y no nos permiten disfrutar del gozo de nuestra salvación ni de la relación con el Padre. Cada vez que queremos ir a la presencia del Señor, ese peso nos impide avanzar, y Dios no lo puede quitar si no confesamos desde lo más pequeño hasta lo más grande. Cuando comenzamos a confesar nuestro pecado, nos encontramos con cosas insignificantes que el Padre también necesita remover, así como con cosas de mayor peso que Él empieza a quitar cuando confesamos. Puede ser mentira, engaño, rebeldía, pongámosle el nombre que queramos. Cuando lo confesamos, Dios saca todo ese peso y la carga queda ligera. Así podemos caminar sin ese peso y buscar una relación con nuestro Señor y Salvador. ¿Hoy queremos seguir llevando esa carga que parece insignificante o queremos dejarla atrás? ¿Queremos seguir cargando con eso o queremos vivir una vida de libertad en el Padre donde nada nos impida acercarnos a Él? Hoy es nuestra decisión ir delante de Dios.
Prédicas Recientes
La Missio Dei – ¿Qué es La Missio Dei?
septiembre 16, 2024
Señor, Enséñanos a Orar – Aplicando Lo Aprendido
septiembre 16, 2024
Señor, enséñanos a orar – Oraciones difíciles
septiembre 16, 2024